Fracasar también es avanzar: lecciones que el éxito no cuenta

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Fracasar en Argentina: una marca indeleble o una oportunidad para empezar de nuevo. Por qué el error aún pesa como estigma en el ecosistema emprendedor argentino

 

En Silicon Valley, decir que un emprendedor fracasó suele generar respeto: es señal de experiencia, valentía y aprendizaje. En la Argentina, en cambio, puede ser sinónimo de incapacidad, mala suerte o imprudencia. Esta diferencia en la percepción del error no es menor: condiciona desde la decisión de lanzarse hasta la resiliencia ante los tropiezos. ¿Por qué sigue pesando tanto el miedo al fracaso en la cultura emprendedora local?

I. El legado cultural del éxito sin fisuras

En Argentina, el fracaso se interpreta a menudo como una falla personal antes que como parte del proceso. El sistema educativo penaliza más el error que el intento, mientras que en los medios la narrativa del “caso de éxito” predomina sin matices. Esto refuerza la imagen del emprendedor infalible, aquel que “la tuvo clara desde el principio”.

La sociedad, atravesada por una historia de crisis cíclicas, también tiende a valorar la estabilidad por sobre el riesgo. En contextos donde la incertidumbre económica es norma, el que arriesga y pierde no solo fracasa en su empresa: queda expuesto al juicio del entorno. No es raro escuchar frases como “¿para qué se metió en eso?” o “se quiso hacer el empresario”.

II. Impacto en el ecosistema emprendedor

Este sesgo cultural tiene consecuencias tangibles: muchos potenciales emprendedores postergan sus proyectos por temor a “quedar pegados” ante un traspié. Otros abandonan definitivamente la iniciativa tras una primera experiencia fallida. Según datos de la Fundación Observatorio PyME, más del 40% de los emprendimientos argentinos no sobrevive más allá del segundo año. Y entre quienes fracasan, apenas un tercio vuelve a intentarlo.

Además, el marco legal argentino tampoco colabora. A diferencia de países con mecanismos rápidos de quiebra o reestructuración, en Argentina una caída empresarial puede implicar juicios largos, imposibilidad de acceder a crédito y una mancha reputacional difícil de limpiar.

III. Casos que desafían la narrativa

A pesar del entorno adverso, cada vez más voces se animan a contar sus fracasos como parte del recorrido. Un ejemplo es Hernán Schuster, autor del libro Cómo fracasar con absoluto, rotundo y total éxito, quien abandonó el mundo corporativo para emprender… y falló más de una vez antes de encontrar su lugar como speaker y consultor. “El fracaso me educó mejor que cualquier MBA”, afirma.

También está el caso de María Emilia Castillo, mendocina cuya empresa de ambientación de eventos colapsó durante la pandemia. Lejos de rendirse, reconvirtió el modelo de negocio hacia el alquiler de mobiliario para espacios abiertos, con fuerte enfoque en sostenibilidad. Hoy emplea a cinco personas y reconoce que su mayor aprendizaje vino “cuando todo se cayó”.

Incluso referentes del mundo tech como Franco Forte (Mudafy) o Andy Freire han compartido públicamente cómo rebotaron de inversores, tuvieron productos que no funcionaron y cometieron errores estratégicos. Sin embargo, ese tipo de testimonios aún son excepcionales en conferencias, redes o entrevistas.

IV. ¿Cómo lo manejan otros países?

En culturas como la estadounidense, la israelí o la nórdica, el fracaso es una etapa asumida —y hasta celebrada— del recorrido emprendedor.

  • En Israel, la mentalidad del chutzpah impulsa a asumir riesgos grandes con naturalidad, y el error se comparte en foros sin tapujos.
  • En Finlandia, existe desde 2010 el Day for Failure, donde líderes de distintas industrias cuentan sus errores más costosos para desmitificar el éxito.
  • En Chile, el programa Start-Up Chile promueve espacios específicos para reflexionar sobre fracasos como parte del proceso de incubación.

En todos estos casos, el error no es visto como una caída definitiva, sino como una inversión en aprendizaje. Incluso hay fondos de inversión que valoran positivamente a fundadores que ya fracasaron: “prefieren al que se quemó y aprendió, que al que nunca arriesgó”, dicen.

V. ¿Podemos cambiar la mirada?

Transformar la cultura del fracaso en Argentina no es tarea sencilla, pero tampoco imposible. Requiere intervenciones en distintos niveles:

1. En la educación: Incluir metodologías pedagógicas que valoren el proceso, el intento y el error. Introducir contenidos de gestión emocional y tolerancia a la frustración.

2. En los medios y redes: Promover historias de resiliencia, donde el fracaso no sea el final sino parte del trayecto. Crear espacios —podcasts, ciclos de charlas, columnas— donde se hable abiertamente del tema.

3. En las políticas públicas: Diseñar mecanismos ágiles de “segunda oportunidad”, que permitan cerrar emprendimientos sin arrastrar deudas eternas, y ofrecer apoyo psicológico y financiero para volver a empezar.

4. En los espacios de networking: Incorporar dinámicas como “fuckup nights” (nacidas en México y replicadas en más de 300 ciudades del mundo), donde emprendedores comparten errores en tono distendido, sin culpa ni vergüenza.

VI. Hacia una nueva narrativa emprendedora

El miedo al fracaso es una herencia cultural que limita la innovación, desalienta a los valientes y achica el horizonte de lo posible. Necesitamos construir una narrativa donde equivocarse no sea sinónimo de torpeza, sino de audacia. Donde caer y volver a intentar no sea señal de obstinación, sino de coraje.

Como dijo Samuel Beckett: “Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better.” Quizás esa sea la consigna que el ecosistema emprendedor argentino necesita hacer propia.